Como cada final de año en Baoyí, un pueblecito de la provincia de Anhui Sheng (China Oriental), el anciano maestro Moo de Yhamiel se disponía a concluir sus enseñanzas anuales frente a la mirada atenta de sus alumnos, y de los habitantes que se acercaban apresurados para escuchar las últimas palabras antes de la llegada de la primavera. El maestro comentó:
“Como cada año, me honráis con vuestra presencia junto a este hermoso arroyo. Agradezco en alma el largo camino recorrido hasta estas tranquilas aguas. La belleza de las palabras, nunca podrá asemejarse a la mostrada por vosotros, al haceros presentes en este apacible paraje. El camino a la serenidad se ha de recorrer en soledad, pero es hermoso y enriquecedor, coincidir con personas durante este camino”. Acto seguido comenzó su relato:
Hace 200 años, en la espesura del bosque de Míín, en una pequeña aldea dedicada al cultivo del trigo, con pequeñas chozas y grandes y frondosos árboles, nació una delicada niña. Su nombre era Suian. Desde su nacimiento, como todos los niños, Suian mostraba gran curiosidad por todo aquello que le rodeaba. Se acercaba con inquietud al río para observar los bellos peces de colores, ascendía por los árboles más altos para maravillarse con el paisaje que ofrecía la vista más arriba, recogía continuamente los insectos que se cruzaban por su camino y así, con todo lo que acontecía en su joven vida.
Una noche de tormenta, mientras Suian recogía algunos frutos rojos, cayó un fuerte rayo a escasos metros de donde se encontraba. El fortísimo estruendo que provocó, hizo que Suian saliera corriendo dirección a su casa. Una vez allí, aterrorizada por lo ocurrido, se subió en brazos de su madre. Sus lágrimas eran las de aquel que está sumido por el más intenso y profundo miedo.
Desde aquel día, la curiosidad de Suian y su inquietud por las cosas y los demás, pareció desvanecerse, y su comportamiento cambió en los siguientes años de vida. Todavía en la adolescencia, a sus 16 años, si por ejemplo, tenía que salir a por raíces al bosque, nunca decidía por sí misma con qué las iba a recoger y siempre le preguntaba a su madre, a lo que esta siempre le contestaba después de su insistencia, “lo decido yo por ti, pero no te estoy ayudando”. En los momentos en los que se sentía indecisa al pensar qué sería de su futuro, enseguida corría al líder espiritual de la aldea a preguntarle, y después de tanta insistencia le contestaba “me responsabilizo yo por ti, pero no te estoy ayudando”. Nunca proponía juegos nuevos ni lugares diferentes a los que ir con sus amigos porque pensaba que de lo contrario perdería el apoyo y aprobación de estos, y ellos siempre le criticaban, “lo decidiremos siempre nosotros, pero no te estamos ayudando”. Continuamente realizaba la tarea tan desagradable de limpiar ella el granero, en lugar de su padre, para agradarle todo lo posible, y este siempre le decía, “límpialo tú, pero así no te estoy ayudando”. Constantemente pensaba empezar proyectos nuevos o hacer cosas por sí misma, como aprender a bailar o el hermoso arte de cazar con pluma, pero siempre se echaba atrás y nunca conseguía iniciar ninguna tarea o terminar la que había empezado. Pero el momento en el que Suian pasaba mayor terror y angustia, era cuando se tenía que quedar sola en casa o cuando una amiga se marchaba de la aldea con la idea de no volver. Le costaba mucho enfrentarse a la soledad o al abandono. Tenía la engañosa idea de no saber vivir sin alguien a su lado, fuera la persona que fuera. Todavía no había aprendido a vivir sin el obligado cariño de alguien.
Esta idea se agravó con la llegada del ritual que marcaría su paso de adolescente a adulta. Los estamentos de este ritual, dictaminaban que una vez cumplidos los 16 años, los jóvenes habrían de permanecer solos fuera de las puertas de la aldea, durante dos lunas, a merced de las inclemencias del tiempo, la fauna y la flora y de su propia valía. Suian era muy consciente de que su momento había llegado y, si ya de por sí le inquietaba la idea de encontrarse sola, los inevitables acontecimientos le provocaban un más que desagradable malestar. El único pensamiento que le reconfortaba, era la idea de que dos días después volvería a estar con los suyos, protegida, sin nada a lo que temer, ni nada con lo que luchar.
Unos días después, ya con las puertas tras su espalda, se enfrentaba al bosque durante las siguientes dos lunas. Paso a paso, a medida que se acercaba a la espesura del bosque, de forma pausada y con cierto titubeo, lo único que le venía a la mente eran las palabras de su familia y allegados “…pero así, no te estoy ayudando”. De pronto, llegado de la lejanía, más allá de las fronteras de aquel espeso bosque, pero como si lo sintiera a unos metros de donde se encontraba, escuchó un enorme y vigoroso trueno, proveniente de una lejana tormenta. Suian cerró los ojos y se quedó inmóvil durante unos segundos, sin sorpresa, sin miedo. Simplemente se hizo el silencio. Tras unos instantes, volvió a abrir los ojos, alzó la cabeza hasta visualizar perfectamente el bosque y empezó a caminar en dirección a la maleza.
Dos días después, las puertas de la aldea eran golpeadas señalando la llegada de alguien. Con prontitud, las dos inmensas puertas se abrieron, con todos los habitantes de la aldea esperando tras ellas para reencontrarse con la joven Suian. Sus padres, sus amigos, el líder espiritual…todos estaban allí, asomándose con inquietud sin esperar a que las puertas terminaran de abrirse. Una vez abiertas pudieron observar a la joven delante de ellos, con el rostro amable y sereno, sin signos de cansancio y con una entereza digna de un sabio. No decía nada, únicamente observaba al gentío que se había reunido allí. A su vez, el resto hacía lo mismo, nadie decía nada. Después de unos minutos, Suian miró fijamente a sus padres, a sus amigos y al líder espiritual y con una enorme sonrisa en sus labios que despertaba cariño, amabilidad, confianza y seguridad…les dijo, “gracias a todos, por todo, ahora comprendo vuestras palabras”. Dio media vuelta y se marchó, desapareciendo en la lejanía, más allá de los límites de aquella aldea. A su familia y allegados se les llenaron los ojos de lágrimas, pero no por perder a Suian, sino por ganar una estrella en el cielo.
Alejandro Camacho