Un día iba Coral paseando por la playa, cuando vio a una niña corriendo a la búsqueda de su madre, asustada por un perro que había visto.
– ¡Mamá, mamá! – chillaba la pequeña. ¡Mamá, mamá!, ¿dónde estás?.
No la encontraba, había muchas personas y no lograba encontrarla.
– ¡Mamá mamá, tengo miedo! –decía la niña mientras rompía a llorar.
Y en una de aquellas que la niña se giró a la búsqueda de su madre, se quedó sorprendida por lo que sus ojos veían. Su madre estaba agachada en la arena acariciando a ese temido perro para la pequeña. Sus ojos no daban crédito, y dejaron de llorar para poder observar la escena. Con ciertas dudas, la pequeña, comenzó a acercarse a la madre y al temido perro. A poca distancia, la madre se giró y le dijo,
– Ah, estás aquí, como no te gustan los perros no te he dicho nada, pero este parece especial y quería que lo conocieras –con un semblante seguro y confiado-.
– Te estaba buscando mamá –dijo la niña-.
– Yo también a ti –contestó la madre-. Sé que los perros no te gustan, a mi tampoco demasiado. Recuerdo que cuando eras más pequeña uno te ladró en la calle y desde entonces les has tenido mucho miedo. Así que por eso no te he dicho nada sobre éste, porque sé que les tienes miedo.
– ¿Y a ti no te da miedo mamá? –pregunto extrañada la hija-.
– Claro que sí, no lo conozco y no se cómo puede reaccionar. Y entiendo que no te quieras acercar más porque a ti te dan mucho más miedo que a mi –contestó la madre-.
– Pero mamá, te está lamiendo la mano. Te puede morder –replicó la hija-.
– Sí, tienes razón. Pero me he agachado a su altura a cierta distancia, he puesto las manos por debajo de su hocico, para que se pueda acercar a olerlas y parece que se ha encariñado de mi mano. Por lo visto morder no es su intención.
Y en ese momento, la madre estiró su otra mano hacia su hija por si a ella le apetecía cogerla. Su hija dudó cierto tiempo mientras miraba al perro y a la madre. Tras unos instantes, se alejó de la madre un par de pasos hacia atrás, sin dejar de mirar al perro directamente a sus ojos. El perro también la miraba. Durante ese momento, la madre no bajó la mano, la mantuvo en alto en todo momento hasta que finalmente la hija habló,
– ¿Mamá, si me das la mano me la vas a soltar?,
A lo que la madre contestó,
– ¿Si te digo que no me creerás?.
La hija giró un poco de lado la cabeza y medio sonrió.
– ¿Qué te parece comprobarlo por ti misma hija? –continuó mirando a los ojos a su hija-.
La hija seguía muy asustada, tenía mucho miedo. No dejaba de mirar al perro. Y tras una larga pausa dónde la hija permanecía inmovil, comenzó a acercarse muy muy despacio en dirección a la madre, alejándose del perro buscando su mano. Se le hacía eterno llegar a contactar con su madre, pero la madre seguía con la mano en alto esperando la llegada de la mano de su hija, respetándola. Y finalmente, sus dedos entraron en contacto con los de la madre. A continuación las palmas. Y tras ello, ambas cerraron la mano al unísono, encontrándose por fin las dos, tras una laaaaaaaarga espera.
En ese preciso y esperado momento, la hija cerró los ojos, y una sensación reconfortante recorrió todo su cuerpo hasta completarla. La mano de la madre transmitía una energía reparadora que llegaba directamente al corazón de la pequeña, sintiendo una real y grata seguridad. La hija se mantuvo en ese estado durante unos instantes, sintiendo esa seguridad que le proporcionaba a través de su mano. Y al pasar un rato, finalmente la hija volvió a abrir los ojos. Primero miró al perro, que seguía jugueteando con la otra mano de la madre.
– ¿Cómo te sientes hija? –le preguntó la madre-.
La hija alzó la vista hacia la madre en busca de sus ojos. Volvió a mirar al perro y a continuación alzó otra vez la cabeza buscando el rostro de su madre.
– Bueno, me da un poco de miedo mamá –mientras apretaba fuertemente la mano de la madre-.
– Lo raro sería que no te lo diera. Siempre le has tenido miedo a los perros y lo normal es que estés asustada –le decía la madre que estaba a la altura de la pequeña-.
– Ya, pero yo no le quiero tener miedo mamá –replicó la hija-.
– Sí, te comprendo –le decía mientras seguían cogidas de la mano-. A mi también me gustaría que no le tuvieras miedo, pero ahora mismo lo tienes, pero no pasa nada porque estamos juntas delante de él, con él, cogidas de la mano –le dijo mientras agitaba su mano suavemente-. Sabes hija, el miedo es como el interior de una caja vacía.
Y a continuación la hija dejó de apretar la mano de la madre para cogerla más livianamente. Y en ese momento bajo otra vez la mirada en dirección al perro, observando como ahora este la miraba a ella.
– Mamá, me está mirando –dijo la hija-.
– Parece que has captado su atención –le dijo la madre mostrando seguridad-.
– ¿Ya no te asusta mamá? –preguntó la hija-.
– Bueno, hace un rato que no. Al principio sí, además estaba un poco nerviosa, pero he pensado que como lleva correa y estamos en la playa con más gente, sería el perro de alguien. Y si lo ha dejado suelto, he pensado que quizá no sería peligroso. Puede que sí que lo sea, pero he preferido arriesgarme a acercarle un poco la mano, y así he visto que solo quiere olerla y jugar con ella.
– ¿Pero, y si te muerde? –le preguntó la hija, sin darse cuenta de que su mano se había soltado ligeramente de la de la madre-.
– Mira, es algo que no se puede saber. Puede que me muerda o puede que no. No puedo controlar lo que va a hacer el perro, no depende de mi. Que le deje que me huela la mano no quiere decir que no me vaya a morder: es un perro que no conocemos y puede reaccionar de cualquier manera. Lo único que puedo hacer, es confiar en que no lo va a hacer, y mientras tanto, disfrutar de cómo me olisquea la mano y juega.
Sin darse cuenta, la hija le había soltado la mano por completo a su madre. Permanecía a su lado, muy cerca, cuerpo con cuerpo, pero la mano andaba sola.
– ¿Tú crees que ya es tu amigo? –preguntó la pequeña-.
– Bueno, vamos a comprobarlo –contestó la madre a su hija con voz cariñosa-.
Y lo que hizo la madre a continuación, fue acercar sus dos manos al hocico del perro para que las oliera. Y tras unos cuantos topazos por parte del perro, la madre empezó a subir la mano por su hocico hasta llegar a las mejillas, dónde comenzó a acariciarlas suavemente, ante la perpleja mirada de la hija. A continuación siguió por la base de las orejas y por el cuello. El perro se contoneaba y cerraba los ojos plácidamente. Giraba la cara a ambos lados disfrutando de las caricias. Mientras tanto, la hija miraba a la madre mientras compartía ese momento con el perro. También miraba al perro. No se percató la hija, pero sin darse cuenta, iba despertándose en su rostro una amable y risueña sonrisa mientras observaba la escena. Su mano también reaccionaba, poco a poco sus dedos empezaron a movilizarse. Se iban estirando hacia delante alzando ligeramente la palma de la mano. Su madre seguía con las caricias y haciéndole carantoñas al perro. Seguidamente, el movimiento de la mano de la hija, dio paso a que su brazo comenzara a moverse, a alzarse, poco a poco.
– Mamá, ¿puedo? –preguntó la hija–.
– ¿Te apetece? –contestó la madre con una sonrisa en la cara-.
– Sí, aunque me da un poco de miedo. Pero me apetece –respondió la hija-.
La mano cada vez estaba más cerca del hocico del perro.
– ¿Te sientes preparada? –continuó la madre-.
– Creo que sí mamá, quiero hacerlo. Me apetece acariciarle como lo haces tú –continuó la hija-.
– Pues es una decisión que tienes que tomar tú. ¿Te apetece arriesgarte? –le preguntó la madre–.
– Creo que sí. Bueno sí –respondió la hija con seguridad-.
Y fue acercando la mano al hocico del perro apunto de entrar en contacto con él. Se despertaba cada vez más una sonrisa en su rostro. Comenzó a rozar muy ligeramente su hocico cuando,
– ¿¡Kulpo!?, ¿¡Kulpo!?, ¿dónde estás?. Ven aquí -decía una persona en la lejanía- ¿¡Kulpo!?, ¿Dónde estás trasto?.
Y a continuación el perro salió corriendo dirección a su dueña. La pequeña se quedó con el brazo en alto observando cómo el perro salía corriendo. La madre hizo lo propio. La niña se llevó una sorpresa inesperada, pero rápidamente, su rostro volvió a producir esa sonrisa que, desde que empezó a esbozar, no había dejado de crecer. Continuaba observando cómo el perro se alejaba corriendo jugando con la arena. La madre la miraba de manera cómplice de vez en cuando, para comprobar su reacción ante lo acontecido.
– ¿Mamá sabes qué?, he llegado a tocarlo. Sólo un roce mamá, pero lo he tocado -comentó la hija con mucha ilusión-.
– Ya lo he visto hija, ya lo he visto -respondió la madre-. Quizá en la próxima ocasión tengas la oportunidad de tocarlo un poco más. ¿Te apetecería?.
– ¿Podemos volver otro día mamá? -dijo la hija sin hacer mucho caso a la pregunta de la madre-.
– Claro que podemos volver otro día. Cuanto tú quieras volvemos –contestó la madre-.
– ¿Me das la mano mamá? –dijo la hija-.
– Claro, ¿Me la das tú a mi? -contestó la madre-.
– Sí –respondió la hija-
Y se cogieron de la mano
Coral había estado en todo momento, sin apartar la mirada de todo lo que había ocurrido. Como absorta cuando estás concentrada en una tarea que gusta y a la que se está prestando plena atención. Y de repente, se dio cuenta del lugar dónde estaba: los bañistas, la arena, el mar, el roce de la brisa en su cara, el agradable calor de los rayos del sol de invierno… Se quedó durante unos instantes pensativa, como mirando a ningún sitio a la vez que a todos. De repente alzó la mirada, sonrió de manera cómplice hacia sí misma, se dio la vuelta y se marchó camino a un lugar mientras se soltaba el pelo y lo dejaba caer tras su cuello. Un lugar de dónde solo se vuelve habiendo empezado.
Alejandro Camacho y Francisca Anaya
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